Lo dejaré todo: Un monstruo

Thursday, May 01, 2008

Un monstruo

Capitulo 3


Caminaba sin rumbo con alcohol en el cuerpo y con los pensamientos nublados, con la envidia y la soledad carcomiendo su alma, aun así caminaba con una sonrisa en su rostro, podría decirse que era una sonrisa ironica, aunque era un amargo matiz entre aquello y la desesperanza.
Comenzó a recordar...
Entró en la antesala dando traspiés, al principio creyó que estaba dormido y tenía el sueño del que siempre despertaba bruscamente, abrumado por la vergüenza, la culpabilidad y el desprecio hacia sí mismo. Pero Dise alzó la vista desde una de las altas y doradas sillas, donde estaba sentada con un libro encuadernado en piel sobre las rodillas, y él no se despertó. Los oscuros tirabuzones enmarcaban su rostro, y sus ojos oscuros lo observaban tan intensamente que casi sentía su roce. Las polainas de seda verde brocada se le ajustaban como una segunda piel, y la chaqueta a juego, desabrochada, dejaba a la vista una blusa de color crema que subía y bajaba al ritmo de su respiración. Sean rezó para despertarse. No había sido el miedo ni la rabia ni la culpabilidad por su presente, lo que lo había empujado a encerrarse en sus aposentos.
Apartó los ojos de ella con esfuerzo y los posó en la bandeja cubierta con un paño que había junto a las altas puertas. La mera idea de la comida le revolvió el estómago. ¡Se suponía que no debían dejar entrar a nadie, así se jodieran los putos guardias! Y menos que a nadie a Dise. ¡Él no había mencionado el nombre de la joven, pero había dicho «nadie»!

—Habra una fiesta dentro de unos días — anuncio alegremente— Estoy tan emocionada por volver a salir y despejar la mente después de tanto tiempo. Ya casi se vuelve a respirar la tranquilidad por estos lados.— su mirada lo carcomía y sus ojos ansiaban esquivarla pero algo retenía la mirada en su belleza — Puso una tira de cuero para señalar la página y dejó cuidadosamente el libro en el suelo. Hasta se agacho un poco más de lo que era necesario para dejar a la vista sus generosos senos. —<NADIE>— pensó Sean— Es la excusa perfecta para hacerme un vestido, si consigo que la costurera se ponga a trabajar hoy. Es decir, si es que piensas bailar conmigo.
Sean se encogió. Imágenes de sí mismo pasaron como fogonazos por su mente: desgarrándole las ropas, forzándola como una bestia salvaje. Estaba en deuda con ella más de lo que imaginaba, tanto que jamás podría resarcirla. Se pasó los dedos por el pelo y se obligó a girar sobre sus talones para mirarla cara a cara. Ella había subido los pies a la silla y estaba sentada cruzada de piernas, con las manos apoyadas en las rodillas. ¿Cómo podía mirarlo tan tranquila?
Dise, no hay disculpa para lo que hice. Si hubiese justicia, iría a la horca. Si pudiera, yo mismo me pondría la cuerda al cuello. Juro que lo haría. —Las palabras le sabían amargas. Era un condenado, y Dise tendría que esperar a que se le hiciera justicia hasta la Última Batalla. Qué necio había sido al desear amar a una mujer toda su vida. No lo merecía.
—¿De qué hablas? —inquirió lentamente ella.
—Hablo de lo que te hice —gimió. ¿Cómo pudo comportarse así con nadie, pero principalmente con ella?—. Dise, sé que tiene que ser duro para ti estar en la misma habitación conmigo. —¿Cómo podía recordar aún la morbidez de su cuerpo, la sedosa suavidad de su piel? Después de que le hubiese quitado la ropa desgarrándola—. Jamás pensé que fuera un animal, un monstruo. —Pero lo era. Se despreciaba a sí mismo por lo que había hecho. Y se despreciaba aún más porque deseaba hacerlo otra vez—. La única excusa que tengo es la locura. Mi padre estaba en lo cierto. Oía voces. La voz de su conciencia, creía. ¿Podrás...? No. No tengo derecho a pedirte que me perdones. Pero debes saber cuánto lo siento, Dise. —Lo sentía. Y sus manos ansiaban deslizarse por su espalda desnuda, por sus caderas. Era un monstruo—. Lo lamento enormemente. Al menos, quiero que lo sepas.
Ella permanecía sentada allí, inmóvil, mirándolo como si nunca hubiese visto algo igual. Ahora dejaría de disimular. Ahora diría lo que pensaba realmente, de él y, por tremendo que fuera, no llegaría a la mitad de la verdad.
—Así que es por eso por lo que me has mantenido alejada —dijo finalmente la joven—. Escúchame, estúpido idiota. Estaba a punto de ponerme a gritar y a llorar a moco tendido porque había presenciado demasiadas muertes, y tú también estabas a punto de hacer lo mismo por idéntica razón. Lo que hicimos, mi inocente cordero, fue consolarnos el uno al otro. A veces los amigos se confortan así. Y cierra la boca, pedazo de inútil, conchito de dehesa.
Sean la cerró, pero sólo para tragar saliva. Creyó que los ojos se le iban a salir de las cuencas.

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